Sobre: «Roca Negra», de Omar Alarcón. Ediciones andrés Graund, Bolivia 2020

Una piedra

buscaré en el confín del horizonte, en la

oscuridad del recuerdo y más allá de él,

alguna presencia oculta en mi presencia

buscaré más allá del miedo y del olvido, y me

iré de mí.

Buscaré un tú en algún yo, un mí en algún ti,

una piedra.

El que yo no esté importa poco.

Allá me quedaré. (Jaime Sáenz)

«Apuesto mi vida a los dados. En todos los números está escrito mi destino».

(Omar Alarcón)

Contrariamente a la poesía norteamericana, cuya pertenencia al paisaje o territorio es más bien «conceptual», la poesía latinoamericana construye un territorio afectivo, netamente existencial, en el cual se conjugan múltiples modos de vida. Así, tanto en la instropección como en la descripción comunitaria, no dejan de proliferar los ecos de un entramado rizomático, creador, que, a fuerza de repetir aquello que lo une, da siempre la diferencia en la que se afirma.

De este modo, podemos ver en «Roca Negra», de Omar Alarcón (Poeta y realizador cinematográfico boliviano), una prosa, unos versos, que dan al lector qué pensar acerca de cómo tomamos la muerte desde esta parte del mundo y cómo el hecho de ser «finitos» y la conciencia de esa «finitud» nos hermana: «En esta tierra construimos piedra a piedra una fe que se derrumba», «Aquí, / habitamos juntos / una catedral sin fe» y «En nuestra mesa sólo nos pertenece aquello que compartimos».

El fragmento clave es el citado en el epígrafe de este texto. De hecho y a pesar de que el libro esté dividido en dos partes, el destino del poeta (el mismo de toda la humanidad) está sellado por la inexorabilidad de la muerte, la otredad, la comunión solo posible a través de un «yo» que ha explotado y que ahora invagina un afuera en el que la multiplicación de «yoes» corresponde solo un juego de máscaras, desterrando toda posibilidad de recomposición del ego.

En el prólogo, Virgina Benavides Avendaño, comenta, acertadamente, que mientras que la primera parte del libro nos pone frente a la descomposición de los supuestos en los que solemos basar nuestra cotidianidad, alejada del «otro», la segunda parte pareciera tratarse de «una mímesis del yo poético con el paisaje que describe». Entonces, de algún modo, la primera parte del libro pareciera prepararnos para acceder a la segunda: de la afirmación de la finitud a la infinitud relacional. Sin embargo, todo el libro nos pone frente a ambas situaciones, demostrando que son inseparables.

Acaso, la afirmación de la muerte sea la otredad misma, la comunión con un paisaje afectivo, despejados los supuestos del «yo» y su reconocimiento en el «otro», un nuevo modo de (no) relación, la apertura a lo «Otro» o lo que Blanchot llamara el paso (no) más allá. «En medio del mar, / la barca vacía»

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