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«(…) morituri te salutant». Quizás se deba a que todo dolor es absurdo; toda muerte, súbita. O a que he podido constatar empíricamente que, como quienes pronunciaban este epígrafe, gladiadores a la fuerza, condenados a morir desde el vamos; puestos ahí por el poder, a modo de castigo, por resultarle hostiles o inferiores, fuimos, somos y seremos los de siempre: los que sostienen todo.

Son las 06:30 am. El mundo de la cuarentena es parmenídeo. Dentro de los hogares burgueses, «el tiempo es la imagen móvil de la eternidad», como diría Platón. La burguesía vive el ser como un «ES» perpetuo, aterrorizada ante cualquier cambio. El Ser «es lo que ES». «¡Gracias a quienes son y sostienen lo que es! ¡Aplaudamos «la idea», o mejor, lo ὑποκείμενον; porque las ideas no son afines a la santa mediocritas! ¡gracias, Aristóteles!, ¡gracias, Santo Tomás! No hay tiempo ni movimiento más que en función de un pase hacia lo perfecto, hacia la sustancia. Somos sustancia.»

Pero en la calle, las 6:30 am, siguen siendo las seis y media. Y tienen la inmanencia de las cinco de la tarde de Lorca: «Eran las cinco en punto de la tarde. / Un niño trajo la blanca sábana / a las cinco de la tarde. / Una espuerta de cal ya prevenida / a las cinco de la tarde. / Lo demás era muerte y sólo muerte / a las cinco de la tarde.»

Las y los que estamos, las y los que vamos y venimos, con y sin salvoconducto, expuestas y expuestos a la enfermedad o a la policía, estamos, sin embargo, más protegidos que las y los que viven en la calle. «(…) morituri te salutant», somos nosotros y los sin techo, quienes repetimos esta frase desde Roma hasta nuestros días.

El camino hacia el colectivo es un solo plano-secuencia digno del cine de posguerra. Me hace recordar que en «La imagen-tiempo» Deleuze comenta acerca de «Europa 1951″, de Rossellini: «muestra a una burguesa que a partir de la muerte de su hijo atraviesa espacios cualesquiera y realiza la experiencia del gran conjunto, del barrio de las latas y de la fábrica («creí estar viendo condenados»).» Un viejo va hacia el kiosco con la cara cubierta por un pedazo de plástico recortado a una botella, sostenido por las patillas de los anteojos. Hay repartidores con guantes de goma y barbijos que solo duran 20 o 30 minutos. Policías de a cinco, parando autos y motos; policías de a cinco, maltratando a gente en situación de calle, a trabajadores. Dos cartoneros los eluden. A las 6:30 y mucho antes y después también, la gente que no-es sale a tratar de no quedarse sin comer, porque en la Argentina el hambre mata muchísimas más personas que cualquier pandemia. A las seis treinta, las víctimas de violencia familiar no saben cuántos días más estarán presas en sus hogares, sufriendo todos los abusos posibles. Techint echó el día anterior a 1450 trabajadores. Otras empresas optaron por la suspensión o reducción de sueldos. Hubo más femicidios. A las seis treinta, somos los trabajadores quienes estamos exentos de la cuarentena que guardan quienes nos desprecian, para que el país del que los que nos desprecian se creen dueños, no colapse; para que puedan ser atendidos en caso de estar enfermos, comprar en los supermercados, encargar comida, no vivir entre la basura, etc, etc, etc. «El Papa perdona al mundo.» ¿De qué nos perdona El Papa? Bastante los hemos estado perdonando nosotros.

7:00 am. Subo al colectivo. La gratuidad del pasaje para los trabajadores de la sanidad es solo un anuncio, también el bono. Hay un plástico que separa al conductor de los pasajeros. La mayoría, lleva barbijo. Dos llevan guantes. Uno abre un caramelo de miel con los guantes y se lo lleva a la boca. Es imposible respetar la distancia entre asiento y asiento. Quienes se conocen, se saludan con un beso en la mejilla. Algunos untan sus manos con alcohol en gel durante todo el trayecto. El silencio es atroz. Es el murmullo del desastre.

07:40 am. Las cuadras que me separan del trabajo son larguísimas. Hay menos vendedores de café. Las facturas están expuestas al aire. La policía levanta en grupo a un indigente, en la otra esquina están pidiendo permisos para circular. Creo que la moda de aplaudir se ha hecho para obviar este silbido de lo úlitmo. A los burgueses les resultan estas cosas pequeñas. Creen que los salvarán. Sin embargo, en la inmanencia se sabe que todo va explotar en unos días. Hay miles de camas preparadas en todos lados. También se sabe que habrá mucha más hambre. Y quiénes seremos los primeros en caer.

08:00 am. En el trabajo y a la vuelta y siempre, el problema es “el otro”, el miedo a lo “Otro”. La gran pandemia no se trata de otra cosa que de la irrupción de la otredad y su modo descarnado de poner a la vista los diferentes mecanismos inútiles, repulsivos, que se ponen en marcha para conjurarla. La «argentinidad», el fascismo disfrazado de bonhomía y solidaridad, los dedos acusadores de los balcones, los aplausos a sí mismos, el ego argentino, juega su última movida, pensando, tal vez que podrá demorar el inminente final de partida.